dilluns, 6 d’octubre del 2008

LA CUADRILLA







Llamamos cuadrilla a un conjunto de personas convenidas en un fin común, así, el ocio une cuadrillas de amigos y la faena de trabajadores. Tampoco vamos a ignorar que el latrocinio y el timo condicionan cuadrillas de malhechores.
Sin embargo, hay otra cuadrilla de naturaleza astuta, confesional del más acérrimo nihilismo ético y moral, que avanza sus posiciones alentados por su particular grito usurpador: ¡el pueblo no tiene razón! así, con gran diligencia, se afanan en apariencias formularias con soluciones acomodaticias para arramblar gobiernos democráticamente constituidos en nombre de intereses superiores bendecidos por sus presuntos administradores de bienes, fatuos caudillos capitalistas depositarios de un concepto de verdad, justicia y pan advenido de sus inicuas y cicateras normas de explotación humana y planetaria.
Son las “cuadrillas” políticas, los apóstoles de la infamia.
Esta bandería de confusionistas públicos (que nada tiene que ver con Confucio y su “humana solidaridad”), estos sujetos frenéticamente enconados contra quienes son capaces de demostrar la diligencia y valía intelectual por la cual se les inviste de autoridad; estos genios de la ordinariez inspirados en ambientes fariseos que no vacilan en calumniar, en faltar deliberadamente a la verdad a través de su exiguo vocabulario apestado de insuperable diatriba contra quienes son fieles a sus principios ante el soborno y el pillaje político; estas pandillas insufladas con los humos de vahídos discursos atiplados de rugidos democráticos propios de una inefable penuria intelectual; estas bandas sañudas últimamente en boga, digo, triunfan en política porque..., “todo tiene un precio”. Es el axioma particular de sospechosos caciques capitalistas patrocinadores de “granujas públicos” y promotores de una sagaz gandulería ejercida por estos correligionarios en nombre de sus bien aquilatados intereses.
¡El pueblo se ha equivocado! Verborrea la “cuadrilla” al mando de un tonto enardecido, de un títere pusilánime teñido de intensa memez e ingenuamente insolvente... ¡Todo un guiñapo servil!
¡Desgobierno! ¡Corrupción! Vociferan bajo las candilejas histriónicas de sus actuaciones públicas.
¡Nosotros somos la ley! ¡El orden y la honradez! ¡El parabién de la ciudad! Berrean en sus actos escénicos de soliviantación contra las presuntas “corruptelas de los demás”.
Y allá va la facción entera convertida en un tribunal de políticos iniciando campañas de difamación, vertiendo cúmulos de feroces acusaciones vagas sin desperdiciar un solo resorte de mentira y envilecimiento desde sus habituales lugares de trabajo (bares de puro y copas) y desde medios que patrocinan provechosos escándalos cargados en las cuentas de sus más que probables amigos los caciques capitalistas.
Así, desde este artificioso clima moral, braman: ¡Ya tenemos el poder! ¡y sin justificar sus acusaciones! pues no hay sentencias, ¡ellos las han dictaminado!
Agripina minor (pero la fea) y su tío Claudio ya tienen el nuevo juguete que la guardia pretoriana les ha comprado. ¡Viva la política híbrida! ¡Viva la democracia y el estado de derecho! Van clamando orondos estos indolentes por las calles, corriendo como atletas que para nada les interesa la meta, sino su recorrido dotado de ocultos derroteros sembrados de esterilidad derechoide que utilizan para visitar asiduamente a los heraldos del capital, alumnos del más cicatero conservadurismo que, a las órdenes de sus maestros expertos en el arte de la especulación, les entregan sus misivas diarias para mayor desvergüenza social, necesaria para poder alegrar los henchidos bolsillos de esos personajes de recalcitrante doctrina, engominados moños y fachenda facha que parecen salidos de una época chabacana.
Y a todo este espectáculo acuden las mayores excelencias de la envidia y el rencor: mezquina gentecilla, abogadetes, politiquillos fracasados, resentidos, constructorzuelos trapisondos, escritorzuelos amargados, mequetrefes y peleles que aplauden con ahínco los entremeses de estos espíritus maltratados por sus propias injurias, brindando con “champagne” al final de cada actuación.
Pero a la gente “normal” nos quedan reservas de estupor para no asombrarnos de tan pingüe iniquidad e impostura.
Estos artistas, víctimas de una efímera popularidad, que se exhiben con morboso cinismo bajo el clamor también efímero de sus acólitos, acabarán revolcados en su venenoso regocijo y arrastrados por las sucias aguas de sus difamaciones... ¡Oh, tiempo! ¿Quién se acordará de ellos?
Solo los dignos respetan la voluntad de la ciudadanía, pero, quien carece de dignidad, es capaz de elevar sus pretensiones sobre la voz del pueblo, pues la indignidad se alcanza cuando se obra por egoísta ambición y se testimonia por sí mismo, por ello se necesitan grandes dosis de descarado valor para ignorarla, desde luego..., ¡hay que tener valor!
Sin embargo, la dignidad humana se alcanza obrando con humanidad y se testimonia por los demás, por ello el político honesto, luchará sin descanso por conseguir una sociedad más justa, respetuosa, humana y democrática contra todos aquellos que la contaminan con su intencionada insensatez.
Hay que devolverle a la política su credibilidad pública, y eso sólo se conseguirá con el carácter y la voluntad honesta, honrada y respetuosa por parte de quienes la representen.