dijous, 28 de febrer del 2008

LA ESPAÑA POPULAR DEL IRONICÓN




Exhortación del Ironicón desde una tribuna situada en la Plaza de Oriente.


¡Españoles! Mi indigno adversario político, no sin duda porque de ello estuviere convencido, sino más bien con objeto de que la discusión saliera mejor conformada a la verdad, ha dicho que España siempre ha sido plural en su cultura, que España siempre ha sido plural en su lengua, en su idiosincrasia, o sea, hablando un servidor sin recurrir a ninguna artimaña ladina, hablando, como siempre tengo por principio, con meridiana claridad: ¡España es una Nación de naciones! ¡Y eso es lo que nos viene a decir!

Pero nosotros, semejante juicio no lo podemos consentir; nosotros, probos patriotas españoles, no consentiremos que se trocee nuestra Patria cual tarta de cumpleaños ¿Cómo osa hablar de esa manera? ¿Con qué crédito y credibilidad histórica se avala tal chifladura? Cierta es aquella frase que reza: “Zapatero a tus zapatos”… “Y tú, Pedro, a sus remaches”, añado yo.

Y para acallar conciencias y demostrar cuán equivocado está, cumpliendo con nuestra obligación de defender España, me atreveré, no sin acatamiento y sumisión hacia los aconteceres de nuestra epopeya, a esbozar, a modo de proemio, nuestra gloriosa historia:

¿Qué era España? A saber, los españoles primitivos ya vivían en la Edad de Piedra y en la de los Metales, por ello, cuando llegaron los Íberos, primeros pobladores de España, ya disponían de espadas para defender, como el intrépido Viriato, aquel español lusitano, nuestras fronteras frente las hordas romanas.

Mas, quiso Dios, para mayor Gloria Nacional, que Numancia se inmortalizara en pos de la Hispania Romana, y durante 600 años se forjó nuestra lengua española, la de todos los españoles, floreció la agricultura española, la industria española, el comercio español, las artes españolas, las ciencias españolas y, lo más trascendental de todo, nuestra Santa, Apostólica, Romana, Cruzada e Inquisidora Iglesia Católica, que sirvió para dotar de identidad española a aquellos visigodos cuyo arrojo y valor recae sobre la figura de nuestro inveterado Caudillo Ataulfo, primer Rey de España que reinó durante dos solemnes meses y que murió, villanamente asesinado por un traidor, en Barcelona (¡Vaya! ¡Allí tenía que ser!) Al menos, su impoluta imagen queda inmortalizada en ésta nuestra muy querida Plaza de Oriente.

Pero, en los albores del S.VIII, quiso la Providencia abandonar nuestro último Rey español visigodo D. Rodrigo en aquella triste batalla de Guadalete, donde se abrió camino la invasión musulmana. Muchas fueron las ciudades donde los españoles, resistiendo como mártires de Dios y de España hasta el último instante, prefirieron arrojarse a la hoguera antes que morir a manos de los infieles (y quien niegue estos hechos no es un buen español). Queden, pues, aquellos españoles, en recordatorio perenne para todos nosotros de su valor y su ejemplo, y sirvan de acicate constante en este nuestro impasible propósito patriótico español.

Nunca bajo el dominio de aquellos infieles musulmanes nuestras regiones perdieron su orgullo español, aunque las ocuparan durante 800 años, por ello, Abderramán III, que gobernó durante 60 años casi la totalidad de  nuestro territorio, nunca ha sido rey de España (y quien niegue lo contrario no es un buen español). Pero los destinos de nuestra Patria aguardaban impávidos su esplendor, así, a pesar que nuestra Nación se viera reducida a pequeñas regiones de la cordillera cantábrica y Cataluña, desde las montañas de Covadonga, un grupo de Cristianos herederos del antiguo reino visigodo capitaneados por D. Pelayo, emprendieron la Reconquista de nuestra Nación con gran ademán, defendiendo nuestra amada Patria ya sin tregua hasta la llegada de los Reyes Católicos, pues nuestro Rey Fernando, arrancando uno a uno los granos de aquella Granada, consiguió sacarle a Boabdil las lágrimas de nuestra Gloria.

¡Cuántos cristianos han impetrado al Apóstol Santiago! Ese Santo y Divino varón español que a través de las nubes, montado en su blanco caballo de raza española, viene a ajusticiar al moro infiel espada en mano. Grande es la deuda que tiene España con su Apóstol Primado y, aunque Los Hechos de los Apóstoles nos refieran que fue un pescador galileo que no tenía ni idea de montar a caballo ni de coger una espada, que fue decapitado por Herodes pocos años después de Nuestro Señor Jesucristo, es menester tener fe, como yo la tengo por Él y por España, para aceptar humildemente el milagro por el cual, en aquel tiempo, viajase desde Jerusalén al otro lado del Atlántico, evangelizara nuestra Patria, recibiese, a orillas del Ebro, la visita de la Virgen, volviera a Jerusalén, fuese decapitado allí y ¡He aquí el misterio de la fe! ¡Estuviese enterrado en Galicia! Bienaventurados sean aquellos pastores gallegos que, en el S.IX, 800 años después de su decapitación, vieran brillar aquellas luces milagrosas precursoras de nuestra devoción hacia el Patrón de España. Bienaventurado sea pues ese itinerario que lleva a su Sepulcro, símbolo Nacional, protector de la identidad española, mito guerrero de Las Cruzadas. Todo buen español debería, aunque solo fuese una vez en su vida, recorrer ese Santo Camino. ¡Santiago y cierra España! (el mito no necesita pruebas, y quien niegue lo contrario no es un buen español)

Fueron Isabel y Fernando los más gloriosos Reyes de nuestra historia, forjadores del Reino de España, de su Unidad religiosa y de su Unidad Nacional, la cual subsiste desde entonces y deberá subsistir siempre. Así, quiso Dios, en pos del bien común de todos los españoles, convenir aquel mayestático y regio matrimonio. Castilla, la Corona de Aragón, Granada, Navarra... fueron uniendo más y más reinos, y aún tuvieren aquellos diferente legislación, diferente moneda, diferente cultura, diferente lengua, diferentes costumbres, diferentes ejércitos, diferentes soberanos, controles de aduanas en los reinos... ¡Yo digo! Que todo ese acontecer responde al eclecticismo de una España que vino después a condensarse en aras de la perfección de nuestra Patria, de lo español: “Nos, ho fem la primera cosa per Déu, la segona, per salvar a España”, son palabras (para martirio de nacionalistas catalanes y algún que otro valenciano de esos que no ofrecen nuevas glorias), de Jaime I el Conquistador dirigidas a su yerno Alfonso el Sabio respecto de la conquista de Murcia, palabras que ya eran entendidas por los españoles de aquella Edad Media en su tránsito desde el substrato latino hasta la perfección de nuestra ínclita lengua castellana y española, prueba evidente de mi exposición (y quien diga lo contrario no es un buen español).

Carlos I, firme y valeroso Rey de España y Emperador de Alemania; Felipe II, de carácter serio y voluntad férrea, el Rey más poderoso del mundo, pues en su Imperio nunca se ponía el sol; Felipe V, que tuvo que sostener aquella larga y cruenta Guerra de Sucesión para poder afianzar la corona borbónica frente a la causa austracista de aquellos ignominiosamente llamados Países de Valencia y Cataluña que intentaban la ruina de España pero que nunca existieron (y quien diga lo contrario no es un buen español).

A principios del S.XIX, España entera se rebela contra aquella cáfila miserable de tropas francesas, ¡He aquí una muestra de conciencia nacional! Y vino la primera Constitución española, la de Cádiz, donde se manifiesta la Idea de Nación española frente al invasor extranjero. Más tarde, las tres guerras carlinas, dividieron otra vez a los esp... En fin, ¿Para qué seguir, ante la evidencia histórica y social de nuestra España y nuestra españolidad? ¡Castilla hizo España! Ese es mi lema.

Por ello, hago frente a las hordas comunistas, independentistas i bolivarianas causantes de la actual política de desunión, disociación y disolución que sufre nuestra amada Nación clamando: ¡España es así!... ¡huy, perdón!... ¡España se rompe! Y así penetrar en las conciencias españolas al compás del nuevo himno de furia española: ¡A por ellos, oé! ¡A por esos rojos, oé, oé, oé!

¡Camaradas! En defensa de nuestra Patria, ¡Luchemos con tesón y denuedo todos juntos por las urnas hacia una España unida y en orden como en la Edad Imperial! (y quien no lo considere de esta manera no es un buen español).

Mientras tanto, os aconsejo compréis un póster con mi imagen para colgarlo en el salón de vuestras casas, así, cada vez que lo miréis, os acordaréis de mi Máster y seré consuelo de vuestros propósitos, de vuestra incólume idea de España (pues “casado” estoy con ella), y hará que intercedáis por mí cada día en pro de nuestra pronta victoria.

Así pues, terminemos, con gesto alegre y firme el ademán, cantando todos en pié: ¡A por ellos, oé, oé, oé! He dicho.